lunes, 21 de marzo de 2011

G. Flauvert.


Confundía en su deseo la sensualidad del lujo con la alegría del corazón, la elegancia de las costumbres con los verdaderos sentimientos. ¿No necesitaba el amor, como las plantas exóticas, un terreno preparado, una temperatura particular? Los suspiros a la luz de la luna, los largos abrazos, la lágrimas que se derraman sobre las manos de quienes abandonamos, todos los ardores de la carne y la languidez de la ternura, para ella no se separaban del balcón los grandes castillos llenos de placeres, ni del camarín con estores de seda, alfombras mullidas, jardineras llenas de flores y un lecho sobre un estrado, ni del rebrillar de las piedras preciosas y de los cordones de las libreas.
En el fondo del alma Emma esperaba que algo ocurriera. Como un náufrago en medio del océano buscando a lo lejos una vela blanca en las brumas del horizonte, así Emma deslizaba su mirada desesperada sobre la soledad de su existencia, esperando un acontecimiento. No sabía en qué iba a consistir, qué viento se lo traería ni hacia qué ribera la conduciría, ni si sería una chalupa o un navío de tres puentes, cargado de angustia o lleno de felicidad hasta la borda. Pero cada mañana al despertar, esperaba a lo largo del día, estaba atenta a todos los ruidos, se levantaba sobresaltada, se sorprendía de que no llegara nadie; después, con la puesta de sol, cada vez más triste, deseaba que fuera ya el día siguiente.

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