domingo, 20 de marzo de 2011


Moira:
Si maese Roger ha aceptado llevarte esta carta es porque no está al corriente de la agitación que reina en el monasterio desde ayer, pese a la intranquilidad que se propaga como una epidemia y que muy pronto contaminará todas nuestras tierras. Temo por ti, Moira, temo por la cólera mezquina de la gente sin instrucción, temo la pasión vengadora de los lugareños hacia quienes no son como ellos, temo que olviden los sufrimientos de los que les has aliviado y que conjuren su miedo haciéndote sufrir a ti. Roger aún no sabe nada, luego se acuerda de que curaste a su hija Brígida; quizá mañana vea en ti a una secuaz del Demonio. Sin embargo, tú has sido testigo, Moira, de la aguda inteligencia y el bondadoso corazón de nuestro querido abad, siempre dispuesto a perdonar las faltas, por graves que sean.

¿Comprendes que le confesara la mías sin reserva, como tú también te mostraste dispuesta a hacerlo de inmediato? La luz divina ha entrado en ese hombre, que no es sino misericordia. Él te espera, ha renunciado a hacer un importante viaje para permanecer junto a ti. Sabe que no escaparás, reza día y noche por ti, por tu salvación, por tu alma; te ama como ama a Dios y quiere mantenerte en su seno; no rechaces su generosidad y su benevolencia, tan poco comunes en un señor tan grande como él, recíbelo el domingo, que igual que al Cristo que lo habita, ábrele tu casa, deja que te purifique de tus pecados, no tienes más que decir una palabra, y te lo suplico, Moira, dila.

Te escribo con la complicidad de una vela y de fray Osmundo, en la enfermería improvisada donde ayer encontré refugio. Mi cuerpo me ha abandonado de nuevo y tú no puedes hacer nada por él, nadie puede. Te hablo del amor de Hildeberto, del Todopoderoso, mientras que todo mi ser proclama otro amor, relegado del rango de sospecha o de concupiscencia. Sin embargo, he tomado consciencia, con la violencia de una puñalada, de que te amo sin sombra, sin mancha, sin otro deseo que satisfacer el saber que existes y estás cerca de mí. Estamos ya en un más allá, el del cuerpo, hemos superado las exigencias de la carne, nos hemos tornado ajenos, por la fuerza de las cosas y de sus obligaciones, a satisfacciones efímeras y a sus desgarros. Tú me amaste cuando yacía medio muerto, febril y desangrándome; yo te amaré tanto si eres cristiana como pagana clandestina, da igual mientras estés ahí.

Siempre encontraremos una manera de vernos y de escucharnos. Pero ¿cómo podemos hacerlo si te destierran? El cielo nos ha hecho una ofrenda: la de conocernos. Sí, Moira, hoy bendigo al bandido y su afilada arma; mañana le presentaría mi pecho, si su cuchillo me llevase hasta ti. Pienso sin cesar en aquellos días en Beauvoir, en tu casa: ¡cuán placidos me parecen, fuera del tiempo, independientes de las contingencias del mundo que ahora nos asedian! He olvidado todos los sufrimientos de mi cuerpo soportó allí: recuerdo tu voz la primera vez que la oí, tu mirada amorosa, tus manos blancas, tu evanescente presencia al lado, la de un ángel…Ayer, Moira, ayer la generosidad del cielo fue todavía mayor: después de haberme permitido permanecer con vida, te ha concedido a ti el mismo favor, y no pongo en duda que de ese modo haya aprobado nuestro amor. ¿Y tendrías tú el valor de destruirlo todo, en el momento en que todo se abre ante nosotros? ¿Por qué? ¿Por una tierra de la que serás expulsada si le eres fiel? ¿Para salvar un culto que desaparecerá contigo? El enemigo de nuestro amor vivo es ese, una religión muerta, una época difunta, unos pobres despojos a los que el alma ha abandonado hace siglos. No temas, no le he contado a nadie tu secreto, pero no me he atrevido a cambiar los planos de mi maestro, que son su testamento. Lo que te impide vivir desaparecerá dentro de unos pocos decenios.

Te lo ruego, Moira, no te exilies tú misma de la existencia que el cielo nos promete, preserva nuestro amor, que es más importante que todo, y construiremos una tierra nueva en la que no habrá cadáveres sino las raíces de los árboles.

No me abandones a mis piedras, Moira; sin ti, están frías y mudas, al igual que mi alma. Sin ti, soy prisionero de una fortaleza oscura y mi corazón es una cárcel. ¡Te lo imploro de rodillas! ¡Danos la paz, mi bienamada, danos la paz!

Hasta pronto, mi ángel terrenal, hasta pronto, prométemelo.


Román.

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