Y, cansados por fin de esta complejidad, soñamos con el tiempo lejano en que nos sentábamos en el regazo de nuestra madre y cada beso era la consumición perfecta del deseo.
¿Qué podemos hacer sino extender las manos para el abrazo que ahora debe contener a la vez la piel y el infierno: nuestro destino una y otra vez?
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